Texto de Isaac Asimov{target=”_blank”}
{.alignleft
width=”189” height=”251”} Algunos de los cambios más espectaculares que
hemos presenciado en el siglo XX tienen que ver con los vehículos para
el entretenimiento de los seres humanos. De las pianolas se pasó a los
gramófonos; del vaudeville al cine; de la radio a la televisión. A las
películas se les añadió sonido; a la radio, imágenes; y a ambas, el
color. Y nadie duda de que podemos ir más lejos.
Con el láser y la holografía podemos producir imágenes tridimensionales
de mayor definición que la que puede ofrecer cualquier fotografía
corriente. Las modernas técnicas de grabación en cinta nos permiten
editar videocasetes sobre cualquier tema, de modo que el cliente puede
reproducir en cualquier momento lo que le apetezca en su propio
televisor.
Cada nuevo invento desplaza a los antiguos en la medida en que el público acude a aquella técnica que le da más. El cine mató al vodevil, la televisión a la radio y el color al blanco y negro. Las tres dimensiones acabarán sin duda con la bidimensionalidad. ¿Cuál es la tendencia general? ¿A qué se llegará en último término?
En cierta ocasión asistí a una exhibición de casetes de televisión y me llamó la atención lo voluminoso y caro que era el equipo auxiliar necesario para decodificar la cinta, llevar el sonido hasta los altavoces y proyectar la imagen sobre la pantalla. No hay duda de que las mejoras vendrán por el lado de la miniaturización y de la mayor complejidad, que es el mismo proceso que en años recientes nos ha proporcionado radios, cámaras, computadores y satélites más pequeños y compactos. Es posible que el equipo auxiliar disminuya de tamaño y desaparezca. La casete se convertirá en un objeto autónomo que contenga la cinta y todos los mecanismos necesarios para producir el sonido y la imagen. La miniaturización hará que aquélla sea cada vez más manejable y ligera, casa hasta poderla llevar bajo el brazo. Y su funcionamiento requerirá también cada vez menos energía, llegando a no consumir prácticamente ninguna.
Una casete ordinaria produce sonidos y proyecta luz, porque ese es precisamente su propósito. Pero ¿por qué invadir la esfera de otras personas ajenas a ellos? La casete ideal sería visible y audible para la persona que la está utilizando, y para nadie más. Las que hoy existen necesitan una serie de mandos: un botón de encendido y apagado y otros para regular el color, el volumen, el brillo, el contraste… La dirección del cambio será hacia una simplificación de los controles. En último término habrá un solo botón…, o ninguno.
Cabría imaginar una casete que estuviese siempre perfectamente ajustada; que empezara a funcionar en cuanto uno la mirara; que se parara en cuanto uno dejara de mirarla; que pudiera avanzar o retroceder deprisa o despacio, a saltos o con repeticiones, a placer del usuario. Qué duda cabe que ése es el aparato de nuestros sueños: una casete que puede contener información sobre infinitos temas; que es autónoma, manejable, parsimoniosa en el consumo de energía, perfectamente privada y sometida en gran medida al control de la voluntad. ¿Será sólo un sueño? ¿Tendremos algún día una casete así? La respuesta es un sí rotundo. No es que la vayamos a tener algún día, es que la tenemos ya; para ser más exactos: existe desde hace siglos. El ideal que he descrito es la palabra impresa: el libro, la revista, un objeto ligero, privado y manipulable a voluntad.
¿Piensa usted que el libro, a diferencia de la casete, no produce sonido
e imágenes? Pues se equivoca.
Es imposible leer sin oír las palabras en la mente y sin ver las
imágenes que producen. Y con la ventaja de que son sonidos e imágenes
propios, no inventados por otros. Las imágenes y el sonido que ofrecen
todos los demás medios de entretenimiento son “congelados”, y tienen un
nivel de detalle que mejora con el avance de la tecnología. El resultado
es que los medios exigen cada vez menos del usuario. Incluso se insertan
cuñas musicales y risas pregrabadas para facilitar determinadas
emociones en el cliente sin esfuerzo de su parte. La persona a quien le
cuesta leer (y a la mayoría le cuesta) recurrirá a estos productos
“congelados”, y seguirá siendo un espectador pasivo.
La palabra impresa, por el contrario, presenta un mínimo de información.
Todo lo demás tiene que ponerlo el lector: la entonación de las
palabras, la expresión de los rostros, la acción y el escenario han de
ser extraídos de estas sartas de símbolos en blanco y negro. El libro es
una empresa compartida entre el escritor y el lector, como ninguna otra
forma de comunicación puede serlo.
Si usted pertenece a esa pequeña y afortunada minoría para quienes la lectura es fácil y agradable, el libro, en cualquiera de sus manifestaciones, le será irreemplazable e indestructible, porque exige participación. Por agradable que sea el papel de espectador, participar siempre es mejor.
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