Afortunadamente volvemos a las intrahistorias, una de las secciones de entelequia… que más me gustan. En este caso me la ha enviado Andrea Br previa petición por mi parte; os transcribo su intrahistoria tal y como me la envió.
Desde pequeñitos nos dicen nuestros padres que debemos ser buenos, ayudar a los demás, ser amables… ya sea por motivos religiosos, por guardar un equilibrio en el universo o por el karma. Lo cierto es que hacer el bien nunca viene mal. O dicho de otro modo, de una buena acción nunca te arrepientes y, quién sabe, quizá luego el universo te dé tu recompensa…
Un verano del setenta y largos, mis abuelos, J y R, hacían un viaje de Murcia a Valencia acompañados de su nieta menor que por entonces tendría pocos meses. A mitad de camino, la rueda reventó y se quedaron tirados en la cuneta. Mi abuelo no tenía idea de cambiar una rueda y ni siquiera llevaba la de repuesto bien hinchada, así que allí se quedaron, tirados, esperando que pasara algún coche que les pudiera socorrer.
El problema era que, por entonces, ni había tantos coches circulando por las carreteras ni tantas gasolineras como ahora, así que las horas pasaban y la carretera seguía desierta. Mis abuelos se desesperaban y el bebé lloriqueaba de hambre. Cuando ya pensaba mi abuelo echar a andar hasta el pueblo más cercano, apareció un ciclomotor a lo lejos, saliendo de un camino de tierra entre dos bancales. El hombre que lo montaba se acercó al ver el coche y, tras una pequeña charla, arregló el neumático y lo puso sin problemas.
Al terminar, J no sabía qué hacer: marcharse con un simple gracias hubiera sido desagradecido; darle dinero hubiera sido descortés o incluso ofensivo para quien te ha hecho un favor; así que, tras pensarlo rápidamente, se echó mano a la cartera y le dio su tarjeta de visita con un apretón de manos diciéndole que, si alguna vez necesitaba algún favor de él, no dudara en llamarlo. El hombre, extrañado, se metió la tarjeta en el bolsillo, saludó con su gorra y se alejó en su ciclomotor para, en principio, no volver a verlo nunca más.
Años más tarde, estando J y R en su casa de Valencia, sonó el timbre de la puerta. Un desconocido preguntaba por mi abuelo. Aquel hombre no se presentó, simplemente dijo que no sabían su nombre pero que recordarían un día, hace años, que les ayudó a cambiar una rueda. Mi abuelo lo recibió recordando aquel episodio y le preguntó al hombre qué podía hacer por él. El hombre, angustiado, le contó que tenía un hijo haciendo la mili en Ceuta, que su mujer estaba muy enferma y que lo que más quería era poder ver a su hijo una última vez; el Coronel que mandaba en la base en la que estaba destinado no le permitía, prohibiéndole terminantemente dejar su puesto; les contó incluso que el joven estaba bajo amenaza de arresto por su insistencia en partir. Recordando la tarjeta de mi abuelo, con la esperanza de quien no tiene nada que perder, se presentó en Valencia afirmando que no tenía a nadie más a quien acudir. Las casualidades de la vida son realmente increíbles, y así lo pensó mi abuelo, cuando, tras relatarle el hombre su historia reconoció, en el nombre del Coronel, a un viejo amigo suyo junto al que se licenció en la Academia militar. Tras redactar una escueta nota dirigida a aquel Coronel, se la entregó al hombre deseándole buena suerte.
Al cabo de unas semanas, el timbre volvió a sonar. Era de nuevo aquel hombre, que, con lágrimas en los ojos, agradecía a mi abuelo aquella nota. Tras leerla, el General envió de inmediato al soldado a su casa dándole varias semanas de permiso… Hasta que la madre se recuperó.
Y eso es todo. Realmente el cambiar la rueda no fue tan gran acción para aquel hombre, aunque en su momento supuso un gran favor para J y R. E igualmente, redactar aquella nota no entrañaba ningún sacrificio para J pero, sin embargo, significó una gran alegría para esa familia.
Así que, ya sabéis, haced el bien y no miréis a quién. Nunca se sabe lo que nos puede deparar el destino