Caminando hacia ningún sitio.

 

por Juan Vidal Fraga

Nunca me pareció correcto reducir el adjetivo camaleón, a ese simpático animalito que cambia de color según el lugar en que se encuentre. Todo ello para ocultarse de sus depredadores. Y la razón es muy simple: ¡El camaleón más camaleónico que conozco, es el hombre! Y no para librarse de un peligro, sino por el mero placer de divertirse, o el sádico gusto de engañar. Pero la cosa no se detiene en esta prodigiosa habilidad de burlarse de los demás, no, donde alcanza cotas nunca vistas, es ¡en la tremenda facultad de engañarse a sí mismo! Un ejemplo bien cercano: ¿Para qué escribo lo que estoy escribiendo? ¿Para desenmascarar a los disfrazados, o para ocultarme en el interior de un jocoso intelectual, que trata de reírse de sí mismo? ¡Les puedo jurar, que esto último es lo que intento! ¡Pero no me crean! Resulta patético, por mi parte, querer hacer algo gracioso, con un tipo tan aburrido como el que esto escribe. Por muy camaleónico que me sienta, no logro encontrar el disfraz adecuado.

Como escritor, siempre intento decir la verdad, se entiende: lo que yo considero es la verdad. Y tal actitud, está reñida con el arte de disfrazarse, sino más bien con la capacidad de desnudarse. Pero en este momento ¡Siento tanto frío, que no me echo para atrás! Lo cual nos proyecta en la ambigüedad. ¿Cómo desnudarme, sin quitarme la ropa? No encuentro la solución, es algo así como escribir de coña, sin contar mentiras. –Ah! Ya empiezo a vislumbrar un sendero, que puede llevarme aningún sitio! No les parece fascinante porfiar en ir a ese sitio ¡tan maravilloso! A mí siempre me atrajo, pero nunca tuve el valor de intentarlo. Por lo mismo, como nunca he ido, creo que estoy preparado para hablarles de él. ¡No sean ustedes tan incrédulos! Les prometo fidelidad en la descripción de ese lugar.

Luego de recorrer innumerables Galaxias, me pareció encontrar el sitio, que, como pueden comprender, no estaba en ningún sitio. A primera vista, el espectáculo era extraordinario. Una extensión inmensa, sin límites. Poblado de multitud de cosas y seres que, cada vez que las miraba, se volatilizaban! Cuando quería cogerlas! se esfumaban! Impresionante, ¡no había ni noche, ni día, era siempre igual! El tiempo volaba tan rápido, ¡que no había principio ni fin, era siempre el mismo. ¡El piso que me sostenía, ¡no existía! pero no me caía, flotaba! No es que tuviese alas para ir de aquí para allá (no olviden, que no había ni aquí, ni allá, no había límites, ni derecha, ni izquierda, ni arriba, ni abajo), no, me valía de mis pies para desplazarme. ¿O no me desplazaba? Todo era tan trepidante, que ya no sabía si corría o estaba inmóvil. Entonces caí del burro: no es que caminase tan veloz ¡es que estaba instalado en la quietud! Vaya, había encontrado eso que los budistas llaman el nirvana. ¡La nada! Pero no, allí había algo, no sabía lo que era pero estaba ante una realidad irreal, intangible, que no se podía agarrar, pero que flotaba fantasmagóricamente ante mí. No era verdad, ni mentira, sino todo lo contrario. Cojan, si son capaces de coger lo que no se puede coger, y comprenderán lo incomprensible de lo que quiero decir. No me negarán que lo intento, pero sé, o ya no sé, que la intención se difumina en una nebulosa que no se deja encerrar en palabras. ¿Cómo formas sin forma pueden tomar forma? Sólo recuerdo que, cuando aquel torbellino me absorbía y el vértigo me hacía sobrenadar aquella nada que me envolvía, comencé a ahogarme… ¡Y desperté!¡Qué susto! ¡Qué alivio! Desperté de una pesadilla. Esa al menos fue mi primera reacción pero luego, a medida que eso que llamamos la lucidez iba llegando a mí, empecé a darme cuenta que, ese lugar sin sitio, no era algo inexistente, sino que se trataba de una dimensión diferente a la que solemos frecuentar. No formaba parte de esa realidad conformada por lo que está presente, sino por otra cosa, que me gusta llamar lo ausente. Era ese inmenso e intangible terreno que nuestros sueños y deseos nos hacen presentir. Ya no podía dudar de que esa interpelación desde el no-sitio, era presencia sin forma, de algo que nos reclama le demos forma, aunque sólo sea, por el momento, mera apariencia. ¡Es como un duende que vaga errante, esperando la magia de la palabra para encarnarse en el tiempo-espacio en que habitamos! ¡Lo ilimitado tratando de encerrarse en lo limitado! Parece un contrasentido, pero pienso nos debiera abrir los ojos ante el misterio que nos constituye y nos empuja a romper los diques que nos aprisionan. Somos una paradoja: ¡Una libertad con alas que necesita arroparse en lo limitado para volar hacia lo infinito!

 

16/04/05

Juan Vidal Fraga

Artículo extraido de la Revista «La Bata del Camaleón»

nº1 2005.